Detrás de esa gruta, la que nace debajo de la ladera del Fauces, ciertas noches impares de Luna Menguante se escucha el siseo de cuatro espadas. Se dice que yacen allí, enterradas, perdidas entre las rocas, pero aún batallando.
Son las espadas de siete siglos, o espadas de Narquién, las poderosas espadas que podían literalmente hacer triunfar a un ejército de muertos, ya que ellas movían los brazos de sus poseedores.
Cuatro ejércitos habían vuelto muertos y victoriosos con ellas. Trapisondae ordenó detenerlas entre las rocas. Todos se opusieron, y hasta alcanzaron a degradarlo, hostigarlo y mansillarlo.
Finalmente, Trapisondae hizo pública la gruta donde las había detenido. La tentación de blandirlas pudo más que todo, de modo que cada uno de sus enemigos se dirigió hacia ellas. Cuando lograron moverlas, poderosas, inflexibles, imparables, imbatibles, fueron obligados a usar cada uno el cuerpo del otro como escudo contra las propias espadas. Hueso contra acero, en una pelea sangrienta y atroz. Luego, un desprendimiento de rocas los enterró.
La gloria es de una crueldad incansable. Así como la de quienes festejan un triunfo sucedido hace veinte, treinta, cuatrocientos años, exhibiendo los blasones y banderas como muestra de unidad.
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