Muchos eran los navíos que habían encallado allí, que se habían estrellado, hundido o desmantelado. De forma tal que encontraron otras tripulaciones ya instaladas en el lugar, pero todas añorando regresar alguna vez.
Cada uno de los heroicos y esforzados capitanes persistía en su calificación de tales, a pesar de la absoluta destrucción de cada uno de sus navíos. Por lo que con el correr del tiempo, sus marineros los fueron desatendiendo hasta culminar en una formidable ignorancia de sus retahílas, ínfulas y descargas.
Capitanes de barcos hundidos, marineros de naciones a las que no podían regresar, terminaron por odiar la costa a la que habían arribado.
Varias veces prendieron fogatas para aliviar el frío de la noche, cocer alguno de los extraños y olorosos animales que encontraban por allí, o para llamar la atención de alguna embarcación lejana. De forma tal que el rosal se llenó de cenizas, y de este fenómeno se cuenta, nace el nombre de Rosagrís con el que algunos recordarían el lugar.
Como todo lugar virgen, era digno de conquista. Pero los padecimientos y la fiereza de las condiciones a las que se encontraban expuestos, lo hacían inhabitable.
Sin embargo, cuando uno, dos, tres, cientos de ellos, lograron llegar a sus propias naciones, luego de periplos impensados, azarosos e inmensos, llevaron la memoria de un lugar salvaje, repleto de desafíos y aventuras, que los había reconocido a cada uno, dos, tres, cientos de ellos, como su único y verdadero líder.
Así se instalaron los sucesivos, paralelos e incoherentes gobiernos en el exilio de Rosagrís, cuyas disposiciones, descripciones y apotegmas inútilmente se querrán compatibilizar. Y que hoy constituyen una de las fuentes más antiguas de su legislación.
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